El toreo a pie surgió cuando la nobleza, fascinada
por los usos y costumbres versallescos traídos por Felipe V de Borbón
(1700-1746) o bien por cortesía hacia el rey, que consideraba la Fiesta un
espectáculo bárbaro y cruel, abandonó las plazas y el toreo a caballo.
Entonces el pueblo, la plebe, aprovechó la
oportunidad, saltó a la arena, se apoderó de la fiesta y creó el toreo tal como
hoy lo conocemos. Era el primer paso de la revolución que, apoyándose en el
motín de Esquilache (1766), alumbraría luego en el siglo XIX (1808, 1836 y
1868).
Durante el primer tercio del siglo, hasta 1733
cuanto más en Sevilla, los varilargueros, los conocedores y mayorales de las
ganaderías, sucedieron a los señores; pero a partir de esta fecha el matador de
a pie se impone indiscutible en el favor del público.
Tanto que, cuando la dinastía trató de acercarse al
pueblo, tuvo que transigir con la Fiesta que estuvo así presente en los fastos
de la Monarquía, como lo fueron la coronación de Carlos III en 1759 y la boda
del Príncipe de Asturias en 1765. Por eso durante el reinado de Carlos III se
construyen dos de las plazas más antiguas y monumentales que aún existen: las
de las Reales Maestranzas de Caballería de Sevilla (1761) y de Ronda (1784).
Algunos, como el maestro Barbieri y el libretista José Picón en Pan y Toros,
vieron en esta nueva actitud una manera de apartar al pueblo de la cosa
pública.
En 1761 aparecen los primeros carteles de toros: de
1763, anunciando la inauguración de la temporada en Sevilla, es el más antiguo
que se conserva. Y en 1771 fallece el gaditano José Cándido, el primer torero
de fama muerto en la plaza cuyo nombre conocemos. Fue en El Puerto de Santa
María y el pueblo lo cantó en coplas:
En er Puerto
murió er Cándido
y allí
remató su fin,
le mató un
toro de Bornos
por salvar a
Chiquilín
y a otro día
siguiente
salieron
toos los toreros
vestíos de
negro.
Por esos años sobresalen los empleados del matadero
de Sevilla, situado en el arrabal de San Bernardo, al otro lado de la muralla,
particularmente la dinastía Costillares, cuyo oficio y proximidad a los toros
les da el conocimiento necesario para la invención de la suerte de matar.
No obstante, en aquel tiempo la fiesta era
tumultuaria, sin orden ni reglas, tanto que la autoridad tenía que recuperar el
espacio festivo con la ayuda de un piquete de tropa que hacía el despejo; luego
intervenían los toreros al azar de la oportunidad y practicaban la suerte que
mejor conocían haciendo ostentación de fuerza, valor y osadía, como aquel
Martín Barcaiztegui “Martincho”, vizcaíno o navarro, que retrató Goya.
Hasta que en Sevilla apareció Joaquín Rodríguez
Costillares (1743-1800), hijo y nieto de toreros, antiguo empleado del matadero
como todos los suyos, que al sistematizar y reglamentar el toreo inventó la
corrida moderna.
- Organizó las cuadrillas de toreros, que antes se contrataban por la empresa de la plaza, disciplinando su actuación y sometiéndolas a las órdenes del matador, convertido así en patrón y director de lidia
- Estableció los tercios de la lidia, de varas, de banderillas y de muerte.
- Inventó la suerte primordial del toreo de capa, la verónica.
- Mejoró el uso de la muleta dotándola de eficacia para la lidia y de hondura artística.
- Inventó la estocada a vuela pies o volapié. Porque había toros que llegaban aplomados al final de la lidia y no se podían matar en la suerte de recibir, única conocida. Entonces Costillares, en vez de esperar una dudosa embestida, se fue hacia ellos con el estoque y la muleta por delante; la muleta para hacerlos humillar y el estoque para hundirlo en el hoyo de las agujas.
- Finalmente modificó el vestido de torear estableciendo la chaquetilla bordada, con galones de oro para los maestros y de plata para los subalternos, el calzón de seda y la faja de colores.
Quizá haya que relativizar alguna de estas
novedades, porque Costillares organizó y sistematizó un rico y abundante caudal
de suertes que se practicaban de manera caótica; pero sin duda a partir de él
la corrida cobra el aspecto con que llega a la actualidad. Terminaba la fiesta
y comenzaba el espectáculo; porque tanto la autoridad como los profesionales
del toreo tenían interés en apartar del ruedo a los aficionados.
Pedro Romero de Ronda (1754-1839), heredero también
de una ilustre estirpe (se atribuye a su abuelo Francisco Romero el mérito de
ser el primero que empleó la muleta y el estoque para dar muerte a un toro), a
quien Nicolás F. de Moratín dedicó su oda A Pedro Romero, torero insigne,
convirtió el toreo en una técnica precisa y exacta, sobria y eficaz, que
preparaba a los toros para la muerte. Es el estilo que se conocerá como escuela
rondeña.
Sus consejos a los aprendices de la Escuela de
Tauromaquia de Sevilla, de la que fue director, adivinan con más de un siglo el
toreo de Belmonte:
«El que quiera ser lidiador ha de pensar que de
cintura para abajo carece de movimientos... El lidiador no debe contar con sus
pies, sino con sus manos...»
Los cronistas de la época confirman que en sus
faenas sólo jugaba los brazos. Tanto era su poderío, que dicen que mató un toro
a los ochenta años.
José Delgado Guerra, Pepe-Hillo (1754-1801), discípulo
de Costillares, dictó la primera Tauromaquia conocida (1796), donde muestra una
sabiduría que luego no supo aplicar en la plaza.
Adornó su toreo con toda clase de suertes y
filigranas, conformando un estilo, inspirado en el de su maestro, que se conocerá
como escuela sevillana.
Rivalizó con Pedro Romero, que siempre lo derrotó
en los ruedos; sin embargo, fue ídolo de las gentes y lució su gallardía y
seducción en los salones de la aristocracia que lo trataba como a un igual. Por
eso, cuando el toro Barbudo lo mató el 11 de mayo de 1801 en la plaza de la
Corte, todo Madrid lo lloró.
Los tres alcanzaron su madurez y plenitud durante
el reinado de Carlos III y los tres torearon en la Plaza Mayor de Madrid con
ocasión de la coronación de Carlos IV.
Empieza el siglo XIX. El baile, el teatro y la
fiesta de toros son las diversiones favoritas del pueblo; la aristocracia
recibe en sus salones a los toreros, que el pueblo ha llevado a la fama y los
poetas cantan en versos inmortales, y adopta los modos populares de vestir;
Goya, la gran pupila de la época, recoge en sus cuadros a unos y otros. Está en
marcha una gran revolución que no tardará en tomar forma política.
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